Desde que fijé mi atención en ella, noté que costaba verla
sonreír. Nada, era tan complicado vislumbrar un atisbo de felicidad
en su cara que no costaba imaginar cuantos habrían tirado ya la
toalla tratando de conseguir iluminar su rostro. Su aire taciturno y
nostálgico siempre me ha hecho imaginar cientos de escenarios
posibles para poder comprender un poco mejor qué le rondaba la
cabeza. Tal vez hubiese sido mejor preguntar como estaba pero de
seguro mentiría, pues aunque su semblante denotaba una cierta
tristeza, también era transparente. No habría podido engañar a
nadie, o al menos, a nadie que realmente se hubiese preocupado por
lo que le pasaba.
Lo que ella no sabe es que más veces de las que ahora puedo
recordar me quedaba observándola en silencio, testigo mudo de sus
pasos y de su actitud apática, fascinado por su naturalidad. La inmensa mayoría de los mortales no sabemos sobrellevar la tristeza y ella lo hacía con una tranquilidad que impresionaba. Lo que ella no sabe es que en esa
tristeza, había un grado de belleza tal que resulta inapropiado decir
que verla sonreír le desvanecería ese aura que se ha formado en
torno a ella y que la hace tan especial.
Los saludos se volvieron más fríos por días. Como si de su boca
emanase hielo. Sentía su desapego, su deje de cansancio y no moví
un dedo por remediarlo. Me pesa decirlo ahora, pero para mí era
perfecta tal cual... Y lo que ella no sabe es que me desvelo
escribiendo sobre cuan fascinado me tiene su pesar.